Me faltaban ilustraciones para completar el libro, pero eran demasiadas para mandarlas a la papelera. La verdad es que la tentación de tirar la toalla siempre estuvo ahí. Total, quién lo iba a apreciar. Qué más daba. Para ser honesto, en ese punto, sólo quería publicarlo para poder centrarme en otra cosa. No podía continuar con un proyecto a medias. De cualquier modo, conseguí un número de teléfono y un pseudónimo: Clandestino.
Le dije que iba de parte de Marta, lo que quería hacer, y me invitó a visitarlo. Aparecí por allí a las ocho de la tarde de un martes, sin saber qué me iba a encontrar, y encontré unas rastas y ropa manchada de pintura detrás de una sonrisa.
—¿Aitor? Soy Johan.
Me enseñó el local, trabajos que tenía hechos, proyectos en los que andaba metido. Me quise morir de envidia. Yo venía encamisado, directo de la oficina, después de soportar una sesión de diez horas de un trabajo que me da absolutamente igual. Creo que me lo notó de algún modo. Se encogió de hombros mirando el mobiliario usado, el desorden y el aspecto del local. Me dijo que al menos yo tenía una cuenta en el banco. Cómo explicarle que, aunque lograra el éxito alguna vez, siempre sería un grafitero frustrado.
Me pasó las cuatro ilustraciones de las que habíamos estado hablando —ya me había mandado algún boceto— y me entusiasmaron. Tiene un gran talento. Yo lo veo, tal vez el mundo no se haya parado a mirar. Eran de otro estilo, a dos tintas de boli en lugar de acuarelas, pero sin duda era más apropiado para que el texto destacara. Nos estrechamos la mano y le regalé mi disco, porque intuía que algo de rap debía de escuchar. Con vergüenza. Pensaba que lo iba a importunar, en plan «no, si aquí no usamos posavasos», pero su agradecimiento fue sincero. Me fui de allí feliz por partida triple. Llevaba cuatro ilustraciones geniales bajo el brazo, orejas nuevas para el disco y había conocido a un gran tipo.

Tiempo después, el proyecto seguía cojo. Había muchos textos sin dibujo. Rendirse no era una opción ya, por mucho que fuera más fácil. Quedé con él de nuevo y aparecí otra vez en su taller. Esta vez había otro tipo allí, trabajando en sus cosas, y nos dijo, casi sin saludar, que deberíamos hacer un cómic juntos. Yo le dije que hacía poemas, que eso me quedaba grande, pero salí de allí con una idea pendiente para un relato que Klandestino ya había ilustrado. Aún lo tengo en mente, compadre. A lo que vamos: me acabó el libro. Era mucho trabajo. Le dije que no necesitaba ilustraciones pensadas ni poderosas, pero que no quería textos vacíos. Coincidimos en que no podíamos ilustrar todos los textos a lo grande, eso lo hubiera hecho pesado y previsible. Quería garabatos, bocetos, manchas de tinta, lo que fuera, pero yo no podía hacerlo. Yo no había pasado de dos grafitis en la pared y algunas caricaturas de mis profesores en el cuaderno. Al final él hizo más textos que nadie y lo sacó adelante. Sin titubear. Tal vez si hubiéramos empezado el proyecto juntos hubiera quedado algo más compacto. Quién sabe, quizá para la próxima, aunque después de esta travesía por el desierto, creo que lo próximo que escriba lo subiré a Internet corriendo antes de que me dé por ilustrar nada.
O no.